Historia de la Biblioteca

Desde sus orígenes hasta 1953

De la Biblioteca del Jockey Club podría decirse que nació con la institución y, por lo tanto, sus orígenes pueden remontarse al año fundacional de 1882. Sin embargo, en esos tiempos germinales no pasó de ser un simple gabinete de lectura, provisto ante todo con diarios y revistas y con un muy reducido número de libros de referencia, a los que tal vez se recurría para resolver algún interrogante del momento.
Debió ser, por lo tanto, y como solía suceder y sigue ocurriendo en muchos otros centros sociales similares, un lugar donde encontrarse para conversar, comentar las últimas noticias o discutir sobre temas de actualidad, antes que para dedicarse a la lectura prolija de alguna obra enjundiosa.

Los datos más antiguos de que disponemos confirman lo antedicho, ya que casi exclusivamente nos informan sobre la adquisición de periódicos e ilustraciones, aludiéndose sólo muy de vez en cuando a la compra de algunos libros. De todos modos, podemos inferir que la colección bibliográfica en algo se fue incrementando durante los primeros años de existencia del Club, puesto que próxima ya la inauguración de la sede social de la calle Florida, en junio de 1897, Carlos Pellegrini le escribió a Miguel Cané, por entonces Ministro argentino en París e incansable proveedor cultural del Club, señalándole que los libros que se requerían para la nueva casa eran sobre todo de consulta y de información general, dejando para más adelante el recuento de lo que ya se poseía y una selección de lo que se podría adquirir como novedad, de lo que iba a ocuparse Paul Groussac. Ese "recuento de lo que ya se poseía" nos indica que, aunque no fuera muy nutrido, se contaba ya con un cierto patrimonio.

Al inaugurarse el palacio de la calle Florida, en 1897, la biblioteca y la sala de lectura se instalaron en dos recintos del primer piso, a ambos lados del salón de honor y con vista hacia la calle. En ese ámbito trabajó el joven italiano Dario Nicodemi, a quien Pellegrini le encargó la preparación de un primer catálogo a comienzos de este siglo.
Mucho tiempo después, cuando ya se había transformado en un conocido autor teatral, Nicodemi recordó las alternativas de su labor, en la que se demoraba en demasía, tentado por la lectura de aquellos primeros libros, pocos aún "pero hermosos, nítidos en sus encuadernaciones nuevas en fina piel, delicadamente aterciopelados y centelleantes de oro".

Si bien no contamos con referencias precisas sobre el número y la calidad de las obras que se adquirieron durante esos años, ya en 1909 fue necesario dotar a la biblioteca con un local más amplio en la planta baja, en un espacio antes ocupado por oficinas administrativas. De ese salón han quedado algunas viejas fotografías y también ciertos relatos de los viajeros extranjeros que visitaban el Jockey Club. Así, por ejemplo, Rafael Sanhueza Lizardi, en su obra Un invierno en Buenos Aires, señaló que "en las salas de lectura, donde se encuentran los principales diarios y periódicos de Europa y América hay mucho confort. Se cumple rigurosamente el reglamento interno que prohibe conversar y hablar fuerte. Da placer entregarse en ellas a la lectura, pues, aparte de que están perfectamente alumbradas y que sus asientos son del todo cómodos, nadie molesta. Se está ahí, según el dicho vulgar, como en misa".

Otro viajero de renombre fue Georges Clemenceau, quien recorrió el Club en 1910. A la biblioteca la calificó como "austera", pero sin duda muy otra habría sido su impresión si su viaje se hubiera demorado un par de años, ya que fue precisamente al iniciarse la segunda década del siglo cuando la biblioteca del Club comenzó a crecer, dejando la virtualidad de sus primeros tiempos para proyectarse hacia el futuro como un importante centro de estudio e investigación.

El empuje inicial para esa transformación lo dio Juan A. Pradère, quien desde 1911 hasta 1916 desempeñó importantes funciones en la Comisión Directiva del Club, ocupándose en forma directa de la marcha de la biblioteca. Gracias a su gestión se multiplicaron las adquisiciones de libros, efectuadas en las mejores librerías de la ciudad, tal el caso de las de Lajouane, Moen y Mendesky. Así, en la Memoria de 1911, las autoridades de la entidad pudieron informar que la biblioteca se había enriquecido con la incorporación de numerosas e importantes obras, tanto nacionales como extranjeras. También se señalaba que "el pensamiento y la mentalidad argentina se reflejan en las producciones de Mitre, López, Sarmiento, Alberdi, Estrada, Gutiérrez, Pellegrini, Cané, etc., etc., y los autores extranjeros contribuyen con sus obras más notables a perfilar la importancia de nuestra biblioteca que la Comisión Directiva se propone no descuidar, dotándola de todo cuanto sea digno de figurar en ella".

En 1913, avanzando en su gestión, Pradère consiguió los fondos necesarios para adquirir una selecta colección americanista de 3.500 volúmenes, que había pertenecido al bibliófilo Santiago Priano y estaba formada por curiosas obras sobre la historia de las repúblicas americanas, antiguas ediciones rioplatenses -muchas de ellas con dedicatorias de puño y letra de sus autores- y una nutrida y poco común folletería.

Para la misma época se iniciaron las tratativas para comprar la biblioteca del político español don Emilio Castelar, operación que se concretó en mayo de 1914. El conjunto estaba compuesto por 4.373 obras, con un total de 6.450 volúmenes. Prevalecían las obras editadas en francés, que eran 2.521. Las españolas alcanzaban a 1.202 y las inglesas a 316, completándose el total con las italianas, las portuguesas y las alemanas. En la venta se incluían también 71 obras de Castelar, impresas en diversos idiomas, y cuatro manuscritos autógrafos del prolífico escritor, que aún se guardan celosamente como testimonio de la nerviosa caligrafía de aquel maestro de la oratoria hispana.

La incorporación de estos libros significó un avance notable para la biblioteca del Club, que enriqueció sus fondos con ediciones hispanas del siglo XVIII, gran cantidad de tratados jurídicos y ensayos sobre historia política e institucional. No faltaban en el conjunto los clásicos griegos y latinos, los ejemplos más elevados de la literatura europea e importantes estudios sobre cuestiones económicas y sociales, temas estos que fueron muy caros a los intereses de Castelar.

Pradère falleció el 2 de agosto de 1916, precisamente en uno de los sillones de la biblioteca cuyo progreso tanto había contribuido a impulsar. Legó una obra formidable y también el desafío que representaba continuar por la senda que él se había encargado de abrir sin pausa ni reposo. Para ocupar de alguna forma el espacio que había dejado vacante, las autoridades del Club designaron al Dr. Enrique Peña, quien con el cargo de Inspector de la Biblioteca fue el orientador del sector hasta que, a partir de 1919, se inició la costumbre de nombrar, del seno de la Comisión Directiva, una subcomisión destinada a ocuparse directamente de todas los asuntos relacionados con su funcionamiento y la adquisición de libros.

Hacia fines de la segunda década del siglo las instalaciones ya no eran adecuadas para conservar el patrimonio bibliográfico en constante incremento. Para dotar a la sección con un espacio acorde con su creciente importancia, se decidió construir un nuevo recinto en la planta baja de una propiedad lindera con el Club, que había sido adquirida en 1908 sin que desde entonces se le diera un destino preciso. Las obras, según proyecto de los arquitectos Alejandro Christophersen y Eduardo Sauze, se concluyeron en 1921, inaugurándose el nuevo recinto con una conferencia en homenaje a Carlos Pellegrini, cuyo nombre llevaría la biblioteca a partir de ese momento. El encargado de pronunciarla fue Ricardo Rojas, a quien además se designó como integrante de una comisión asesora que estableció las bases de acción para la nueva etapa que entonces se iniciaba.

Las fotografías que se conservan de aquel amplio salón permiten imaginar muy bien el efecto que debía producir en quienes ingresaban en él por primera vez. Imponentes muros cubiertos de libros en toda su extensión, abundante luz natural penetrando por las ventanas que daban a la calle Florida y hacia un jardín posterior, acogedor mobiliario y recodos ideales para la lectura y el estudio fecundo, contribuían para erigir el lugar en uno de los preferidos de la casa. En cuanto al recinto que hasta entonces había ocupado la biblioteca, se los transformó en hemeroteca, manteniéndoselo como sala de lectura de diarios y revistas que, siempre renovadas, se exhibían sobre sus mesas y se conservaban en sobrios volúmenes encuadernados.

Mientras se efectuaban las obras de acondicionamiento a las que nos acabamos de referir, la adquisición de libros no se detuvo. Así, por ejemplo, se compró la biblioteca artística de don Miguel Berro Madero, con la que se formó la sección Bellas Artes, y se incorporaron 250 volúmenes de la que había pertenecido al Perito Francisco P. Moreno, con títulos calificados sobre viajes, descubrimientos geográficos y expediciones científicas llevadas a cabo entre los siglos XVII y XIX. Fue con esas memorias y descripciones, dejadas entre otros por el Padre Sepp, Charles de Brosses, Louis Antoine de Bougainville, Thomas Falkner, Jacques-Julien de Labillardière, John Mawe y William MacCann, con las que se establecieron las bases de la importante colección de viajeros que todavía hoy es uno de los mayores orgullos de la biblioteca del Club.

A partir de 1925 la biblioteca estuvo bajo la directa supervisión de don Carlos Ibarguren, quien desempeñó diversos cargos directivos en el Club. Sus antecedentes lo hacían el hombre indicado para esa función, puesto que además de haber ocupado altos puestos públicos dictaba cátedra en distintas universidades y colegios, a la vez que había publicado ya notables ensayos de índole histórica. A sus afanes se debió la creación de la Sección Argentina, a la que enriqueció con libros que habían pertenecido al General San Martín y con los valiosos manuscritos del Almirante Louis Leblanc, jefe de la escuadra francesa bloqueadora de Buenos Aires durante los años 1838-1840.

El año 1928 marcó realmente un hito en la historia de la biblioteca, ya que fue entonces cuando se publicó un detallado catálogo en el que se rindió cuenta precisa de los 34.000 volúmenes que se poseían por entonces. La sección que sobresalía era la de Historia y Literatura Argentina, pero no le iban en saga la de Historia Americana, la de Bellas Artes y la de Derecho. Numerosos eran también los títulos de publicaciones periódicas argentinas y extranjeras que se coleccionaban y que cubrían un muy amplio espectro temático: historia, literatura, política, economía, arte, filosofía y actualidades.

La importancia que iba adquiriendo la biblioteca, que trascendía los muros del Club, puesto que se abría con prodigalidad a numerosos investigadores invitados, indujo a las autoridades a establecer un premio literario destinado a respaldar la obra de los escritores argentinos. Concedido a partir de 1930 y hasta 1933, el Premio Biblioteca del Jockey Club sirvió para poner de relieve los trabajos de creadores como González Carbalho, Luis Franco, José Bianco, Samuel Eichelbaum y Armando Tagle, que vieron prestigiados sus libros con esta distinción concedida por jurados integrados por miembros de la Sociedad Argentina de Escritores.

Otra forma de proyección cultural se concretó por medio de sucesivos ciclos de conferencias que, a partir de la dictada por Rojas en 1921, siempre encontraron su ámbito propicio en las amplias instalaciones de la biblioteca. Podría decirse que no hubo intelectual extranjero de valía que, llegado a nuestra ciudad, no fuera invitado a prestigiar la tribuna del Club. Así pasaron por ella, en el período 1921-1953, figuras de la talla de Américo Castro, Louis Hourticq, Alexandre Moret, Ernest Ansermet, Luigi Pirandello, Ramiro de Maeztu, Hermann Keyserling, Waldo Frank, Pierre Drieu la Rochelle, Jérome Carcopino, Claudio Sánchez Albornoz, Georges Duhamel, Jacques Maritain, Gregorio Marañón, René Huyghe y José María Pemán, entre muchos otros; y en el uso de la palabra no le fueron en saga argentinos de renombre como Leopoldo Lugones, Carlos Ibarguren, Álvaro Melián Lafinur, Juan Pablo Echagüe, Arturo Capdevilla, Ricardo Sáenz Hayes, Enrique Ruiz Guiñazú, Mariano de Vedia y Mitre, Octavio Amadeo, Ricardo Levene, Monseñor Miguel de Andrea, Enrique Larreta, Emilio Ravignani y Monseñor Gustavo J. Franceschi. Y entre todos ellos, brillando con solitaria luz, una única presencia femenina: Victoria Ocampo. Los textos de las disertaciones fueron prolijamente editados en anuarios, conservándose en ellos la memoria viva de una labor cultural realmente brillante, que aún hoy se mantiene y sigue siendo preocupación fundamental para las autoridades del Club.

La década de 1930 estuvo signada por sobresalientes publicaciones que dieron cuenta del progreso alcanzado por la biblioteca y de su constante enriquecimiento. Ante todo, a partir de enero de 1935, comenzó a editarse un boletín bibliográfico en el que se informaba sobre los libros ingresados por compra o donación. A través de las páginas de esa publicación se puede seguir y apreciar el crecimiento de las colecciones, gracias a la compra de novedades editadas en nuestro país y en el exterior. Asimismo, muchas obras eran obsequiadas al Club por su propios autores o editores, y también era prolífica la nómina de las donadas por instituciones argentinas y foráneas, y muy especialmente por las legaciones extranjeras, que competían entre sí haciendo llegar títulos de diversa temática publicados en sus respectivos países.

El otro emprendimiento destacable consistió en la publicación de los catálogos de las secciones Argentina y Bellas Artes. El primero, dado a conocer en 1937, constituye aún una importante fuente de consulta en lo concerniente a bibliografía argentina. En él las obras se encuentran agrupadas en grandes áreas -Historia, Geografía, Ciencias Naturales, Literatura, Viajes-, completándose la información con referencias a los periódicos antiguos del país, los folletos, los álbumes y anuarios y las revistas y boletines. Una tabla alfabética de autores facilita su manejo para mejor aprovechar los datos asentados en sus páginas.

En cuanto al catálogo artístico, éste se publicó en 1939, clasificándose las obras en secciones dedicadas a pintura, dibujo y grabado, arquitectura, escultura, decoración, música, arte escénico, historia y crítica del arte, arte industrial, biografías de artistas y enseñanza de las artes. Una rápida visión de este repertorio permite apreciar que la bibliografía sobre estos temas que se había reunido hasta entonces era realmente valiosa. Comprendía variadas obras clásicas y de antigua data, pero prevalecían en número las publicadas durante el período 1920-1935, todas ellas firmadas por autorizados críticos e historiadores del arte.

Los catálogos muy pronto se desactualizaron frente a una política de permanentes adquisiciones que, si bien contemplaba ante todo la incorporación de novedades, buscaba también obras del pasado, sobre todo las producidas por las imprentas rioplatenses del siglo XIX o las impresas fuera de nuestro medio pero relacionadas con nuestra historia. Con ese criterio se compraron libros en las subastas de las bibliotecas de Enrique Arana e Eizaguirre, que incluían obras curiosas como la Biografía del Jeneral San Martín de Ricardo Gual y Jaen (Juan García del Río), la Biografía del Señor General Arenales y el Proyecto de Constitución para la República Argentina, de Pedro de Angelis, o el Sarmienticidio, de Juan Martínez Villergas. Este ponderable gusto "anticuario" permitió asimismo incorporar reglamentos, constituciones, estatutos y diarios de debates del tiempo de la anarquía, así como antiguos periódicos publicados en Buenos Aires entre los años 1810-1830.

Ya sea recurriendo a remates o aceptando ofertas privadas, las autoridades del Club también enriquecieron la biblioteca con la compra de obras antiguas editadas en Europa. Entre ellas cabe destacar las ediciones de La Florida del Inca, del Inca Garcilaso de la Vega, y el Ensayo Cronológico para la Historia General de la Florida, de Gabriel de Cárdenas y Cano, ambas editadas en Madrid en 1723. Pero en este campo, y de lejos, la adquisición más importante fue sin duda la del Dictionnaire Historique et Critique de Pierre Bayle, en su tercera edición de Rotterdam de 1720 (4 volúmenes en folio), al que acompañaban las Oeuvres Diverses del mismo autor, publicadas en La Haya en 1737, también en 4 volúmenes en folio.

Coronando esta actividad, en 1938 se adquirió en Chile una importante colección de 250 impresos rarísimos, con fechas de edición que van de 1804 a 1863. Compuesta por bandos, proclamas, manifiestos, circulares, comunicaciones, reglamentos y documentos oficiales, la citada colección todavía constituye una inapreciable fuente de consulta para los estudiosos de nuestra historia.

Así, entre compras y donaciones, la biblioteca prosiguió por la senda de engrandecimiento que había comenzado a trazar Pradère y que con ahínco continuaron sus epígonos. La fama del repositorio fue creciendo al ritmo de su patrimonio y así, al llegar al fatídico año de 1953, la Biblioteca Carlos Pellegrini del Jockey Club contaba ya con 55.000 volúmenes y se había transformado en uno de los centros de estudio e investigación más importantes de nuestra ciudad.

El incendio provocado que el 15 de abril de 1953 destruyó buena parte de la sede social del Club consumió casi por completo la hemeroteca, pero milagrosamente dejó a salvo la mayor parte de los libros atesorados con tanto cuidado a lo largo de medio siglo. Dañados algunos volúmenes por el agua, se los trasladó a dependencias del Hipódromo de San Isidro y se solicitó la ayuda de especialistas para proceder a su rescate y restauración. Esta labor presurosa pronto se vio interrumpida, al cancelársele al Club su personería jurídica por decisión gubernamental. Los bienes de la institución pasaron a poder del Estado, derivándose los libros a las bibliotecas de la Facultad de Derecho y del Museo Nacional de Bellas Artes, donde quedaron depositados hasta que el Jockey Club pudo renacer de sus cenizas y reiniciar su brillante trayectoria, en la cual, como era de esperarse, la biblioteca volvió a ocupar un lugar de privilegio.